

Ayer calló una tormenta salvaje. Entrada la noche estaba tumbado, esperando a que a mi cabeza le diera por dormirse. De pronto la habitación se iluminó y volvió rápidamente a las tinieblas. Luego, desbordando las calles, llegó el ruido y temblaron los cristales. Sucedió una vez más y otra. Entonces, golpeado por un fogonazo más, lo vi, encerrado en mi mente, como un recuerdo conservado al vacío.
Era otra noche y era otra tormenta. El ruido se hizo más intenso. La lluvia se estrellaba contra el poncho de plástico y dentro todo era humedad. Caminaba con las botas empapadas por una playa desierta que se aparecía unos segundos con las luces de la tormenta y volvía a desaparecer. Otras tres siluetas formaban aquel penoso grupo. No usábamos linternas. A cada paso los seres de la arena iluminaban unos instantes nuestras huellas en la oscuridad. Y sólo había lluvia. La oíamos contra nuestros ponchos. La oíamos contra la arena y contra las palmeras y el manglar. Y oíamos el mar. El Pacífico queríendose comer la playa a bocados. Las olas aquí mismo mojándonos los pies, chocando contra los innumerables troncos que salpicaban la playa y que nosotros sólo podíamos ver durante fracciones de segundo. Y, con cada descarga de luz, la inmensidad salvaje, agazapada, invadiéndolo todo. De repente el temor del instinto desapareció. Me emborrachó una consciencia absoluta. Podía sentir cada gota, cada hoja temblando en la noche, los infinitos seres microscópicos iluminándose bajo nuestros pies, los peces entre la espuma del océano y las tortugas mirándonos pasar, esperando para tomar la playa. Fui engullido en una comunión, en una fusión temporal, por aquella inmensidad que lo era todo. Recuerdo esa sensación recorriendo mi cuerpo, bajo el poncho. Y con el siguiente relámpago debió quedar grabada en mi memoria.
"Qué gran triunfo hubiera sido. Besar esos labios ceceantes, acariciar sus piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y codiciaba Londres."
"La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la familia. Él creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas."
"Quizás pudiera vivir de mi ingenio. La jornada de ocho horas me parecía algo imposible, y sin embargo todo el mundo se sometía a ella. Y la guerra, todos hablaban de la guerra en Europa. No me interesaba la historia del mundo, sólo la mía. Vaya porquería. Tus padres controlaban los años de tu desarrollo jodiéndote todo el rato. Luego, cuando ya eras capaz de vivir por ti mismo, otros querían embutirte un uniforme para que te pudieran volar el culo.
El vino sabía fenomenal. Llené otra vez el vaso.
La guerra. Y yo todavía era virgen. ¿Puedes imaginarte volado en pedacitos en nombre de la historia sin haber siquiera conocido a una mujer? ¿O poseído un automóvil? ¿Qué es lo que protegería como soldado? A algún otro. Algún otro a quien yo le importaría un bledo. Morir en una guerra no evitaba que surgieran otras."
"Las chicas tenían buen aspecto vistas a distancia, con el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se acercaban y mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te sentías con ganas de cavar una trinchera en una colina y esconderte con una ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y tener hijos. Demonios, ni siquiera podía obtener trabajo como lavaplatos."


Nos recibió la familia al completo con el servicio de té encima de la mesa (¡cómo no!). El albergue-casa tenía habitaciones dobles a 80 yuanes cada una. Las letrinas de agujero en el suelo apestaban y la ducha tenía un sistema de calentar la cisterna mediante una resistencia que se encendía con un interruptor antiquísimo y gigante como de silla eléctrica que daba bastante resperto. Sólo Jose se duchó esa noche. A pesar de las mosquiteras había bastantes bichos en la habitación, pero la limpieza de las sábanas era inmejorable. A las diez estábamos ya durmiendo.




Llegando ya a Jieyin contemplamos algo insólito. Como a aquella parte, cercana ya la Cima Dorada (Jinding Si) llegaba la carretera, hasta allí se transportaban en camión enormes bloques de piedar de unos 130kg cada uno que se repartían entre los porteadores encargados de transportarlos a lo largo del camino hasta el punto en el que algún escalón necesitara ser repuesto. Durante la ascensión a Emei Shan es frecuente cruzarse con porteadores de piedras, víveres (para abastecer tiendas y monasterios) e incluso de sillas para las personas que lo precisen y paguen. Uno no puede, en estas ocasiones, evitar pensar que la esclavitud se ha transformado y adaptado, pero no desaparecido, en estos días presentes. En aquel momento eran las ocho de la mañana.
