viernes, 27 de junio de 2008

Vector Portraits

El otro día, sumergiéndome en la blogosfera pedalera encontré un par de cosas que me llamaron la atención. Como la primera trataba sobre cómo masturbar paquidermos creo que voy a pasar directamente a la segunda. Se trata de una serie de retratos de Andrew Bush, realizadas desde un coche a los conductores de los coches vecinos. La serie no tiene desperdicio. Cuelgo un par de ellas para abrir boca.











jubilación

martes, 24 de junio de 2008

era otra tormenta

Ayer calló una tormenta salvaje. Entrada la noche estaba tumbado, esperando a que a mi cabeza le diera por dormirse. De pronto la habitación se iluminó y volvió rápidamente a las tinieblas. Luego, desbordando las calles, llegó el ruido y temblaron los cristales. Sucedió una vez más y otra. Entonces, golpeado por un fogonazo más, lo vi, encerrado en mi mente, como un recuerdo conservado al vacío. 


Era otra noche y era otra tormenta. El ruido se hizo más intenso. La lluvia se estrellaba contra el poncho de plástico y dentro todo era humedad. Caminaba con las botas empapadas por una playa desierta que se aparecía unos segundos con las luces de la tormenta y volvía a desaparecer. Otras tres siluetas formaban aquel penoso grupo. No usábamos linternas. A cada paso los seres de la arena iluminaban unos instantes nuestras huellas en la oscuridad. Y sólo había lluvia. La oíamos contra nuestros ponchos. La oíamos contra la arena y contra las palmeras y el manglar. Y oíamos el mar. El Pacífico queríendose comer la playa a bocados. Las olas aquí mismo mojándonos los pies, chocando contra los innumerables troncos que salpicaban la playa y que nosotros sólo podíamos ver durante fracciones de segundo. Y, con cada descarga de luz, la inmensidad salvaje, agazapada, invadiéndolo todo. De repente el temor del instinto desapareció. Me emborrachó una consciencia absoluta. Podía sentir cada gota, cada hoja temblando en la noche, los infinitos seres microscópicos iluminándose bajo nuestros pies, los peces entre la espuma del océano y las tortugas mirándonos pasar, esperando para tomar la playa. Fui engullido en una comunión, en una fusión temporal, por aquella inmensidad que lo era todo. Recuerdo esa sensación recorriendo mi cuerpo, bajo el poncho. Y con el siguiente relámpago debió quedar grabada en mi memoria.

sábado, 21 de junio de 2008

La senda del perdedor - Charles Bukowski

"Qué gran triunfo hubiera sido. Besar esos labios ceceantes, acariciar sus piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y codiciaba Londres."


Bukowski narra su infancia, adolescencia y juventud a través de las desdichas de Henry Chinaski, su alter ego autobiográfico. Chinaski, a puñetazos con el mundo, repta por la mugrienta moqueta que hay detrás del falso sueño americano de los años treinta, más allá de los deportivos color crema de los niños bien, de las clases acomodadas y de la propaganda política. Las explosiones hormonales y el abuso prematuro del alcohol le llevan en carambola por un mundo cutre y casposo que retrata a base de sartenazos con la precisión de un francotirador.

"La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la familia. Él creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas."

"Quizás pudiera vivir de mi ingenio. La jornada de ocho horas me parecía algo imposible, y sin embargo todo el mundo se sometía a ella. Y la guerra, todos hablaban de la guerra en Europa. No me interesaba la historia del mundo, sólo la mía. Vaya porquería. Tus padres controlaban los años de tu desarrollo jodiéndote todo el rato. Luego, cuando ya eras capaz de vivir por ti mismo, otros querían embutirte un uniforme para que te pudieran volar el culo.

El vino sabía fenomenal. Llené otra vez el vaso.

La guerra. Y yo todavía era virgen. ¿Puedes imaginarte volado en pedacitos en nombre de la historia sin haber siquiera conocido a una mujer? ¿O poseído un automóvil? ¿Qué es lo que protegería como soldado? A algún otro. Algún otro a quien yo le importaría un bledo. Morir en una guerra no evitaba que surgieran otras."

Además de maltratado por su padre hasta entrada la adolescencia, Chinaski estará durante años marcado, irritado y marginado por un terrible acné que le cubre todo el cuerpo y que condicionará su relación con los chicos y chicas de su edad, siendo estas últimas seres completamente fuera de su alcance y que despiertan en él un intenso sentimiento de rechazo:
"Las chicas tenían buen aspecto vistas a distancia, con el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se acercaban y mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te sentías con ganas de cavar una trinchera en una colina y esconderte con una ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y tener hijos. Demonios, ni siquiera podía obtener trabajo como lavaplatos."
Sólo encontrará refugio en la bebida, la violencia de las peleas callejeras, la música y la literatura. En estas coordenadas, donde encontramos vómitos y manchas de vino en la alfombra, nace el germen que marcará la vida y obra de Bukowski.

La senda del perdedor es un libro ágil, rotundo y divertido que nos sacude el seso y la conciencia y que pese a hablarnos de una sociedad de hace setenta años se mantiene perfectamente fresco, hiriente y sincero. 

jueves, 19 de junio de 2008

martes, 17 de junio de 2008

AK PATATA (AK-47 CHIP) - Emulsión fotográfica sobre acrilato



Sin duda estamos ante un nuevo ejemplo de la línea de trabajo de este gran fotógrafo. Durante más de quince años ha intentado sintetizar con sus obras la repercusión que las injusticias sociales en remotos países pueden tener en los rincones más insospechados de la vida cotidiana del resto de la humanidad. Su esfuerzo se canaliza hacia una narrativa (o mejor dicho, narrativa explícita) que busca la comunión del lapso espacial y temporal en cada textura, en cada color, en cada sustancia. En este caso el encuadre es directo. El autor no quiere evadir que la realidad está supeditada a su visión y se enfrenta a la experiencia individualmente, como si ningún dispositivo de captura mediara, obstaculizara, distorsionara. El espectador es finalmente conducido a un ficticio estado de intranscendencia apática en el que, a pesar de estar recibiendo un código contracultural de manera plenamente subconsciente, es conscientemente incapaz de ver más allá de una patata frita con forma de kalashnikov.

miércoles, 11 de junio de 2008

la ascensión a Emei Shan


Para inagurar el blog voy a reeditar una cosilla que tenía colgada en la coctelera. Como Jose no lo había leído todavía, y en agradecimiento a su paciencia, aquí lo planto para que pueda leerlo cómodamente.



Fragmento del diario de mi viaje a China, en agosto de 2007.

12 de agosto:

Atardecía cuando dábamos los primeros pasos, los primeros escalones. La última luz se hizo más mortecina bajo el dosel tropical, y al bullicio de los coches de la avenida Emei le sucedió la obcecada discusión en monólogo que mantienen las chicharras. Cuando llegamos al monasterio del Tigre Agazapado ya estaba cerrado. Eran más de las siete de la tarde. Empezamos a vislumbrar la noche durmiendo al raso. La ascensión empezaba a hacer justicia al nombre, tomando forma de empinados tramos de escaleras. Atravesamos una aldea y lo que parecía el puesto de control de entrada a la zona protegida; el torno estaba abierto y pasamos.

En una tienda del camino, avanzada la oscuridad, compramos una linterna recargable y dos bastones de bambú. La caminata nos llevó hasta las puertas del Monasterio del Trueno, también cerrado. Ya había caído la noche y se despertaba la selva. Cuando apagábamos las linternas la maleza se llenaba de miles de luces parpadeantes. Innumerables insectos luminosos que representaban su papel en la oscuridad más obsoluta, y que pasaban volando a nuestro alrededor.

Más adelante, en el camino, nos encontramos a una chica y su hermano. Ella trabajaba en el ferrocarril, en la línea entre Pekín y Chengdu. Subía a su casa, que funcionaba también como albergue (y además estaba abierto), situada junto al Monasterio Chungyang. Llegamos hacia las nueve de la noche. Estábamos a 940 metros de altitud (partimos de 550m) y la Cima Dorada, nuestro objetivo, está a 3077m así que no habíamos hecho más que empezar.

Nos recibió la familia al completo con el servicio de té encima de la mesa (¡cómo no!). El albergue-casa tenía habitaciones dobles a 80 yuanes cada una. Las letrinas de agujero en el suelo apestaban y la ducha tenía un sistema de calentar la cisterna mediante una resistencia que se encendía con un interruptor antiquísimo y gigante como de silla eléctrica que daba bastante resperto. Sólo Jose se duchó esa noche. A pesar de las mosquiteras había bastantes bichos en la habitación, pero la limpieza de las sábanas era inmejorable. A las diez estábamos ya durmiendo.

13 de agosto:

A las siete nos pusimos en camino. Visitamos el vecino Monasterio de Chungyang, habitado exclusivamente por mujeres, y seguimos ruta. El primer tramo desde este monasterio fue de descenso, y lo fue hasta una encrucijada de caminos, donde se alza el Pabellón del Corazón de Vaca, junto al Pabellón del Sonido Puro y el Monasterio Quinyin (a 710m de altura). Habíamos dejado atrás varios monasterios, pero ahora no puedeo recordar sus nombres. Desde el Pabellón del Sonido puro hasta el Monasterio de la larga Vida (situado a 1020m) hay una subida dura. El clima tropical hacía que empapara enseguida la camiseta. Cientos de insectos palo atravesaban el camino, parsimoniosos en su disfraz vegetal.



Una vez en el monasterio topamos con una inmensa aglomeración de chinos (llegaban hasta allí por carretera y teleférico, pero casi nadie subía a pie); estaba todo tan colapsado que ni siquiera entramos.

El siguiente descanso lo hicimos en el Palacio Xixin, donde había unos sillones de mimbre bastante confortables. Más arriba, en un emplazamiento llamado “Elder Level Ground”, paramos para comer. Comenzó a llover a cántaros, pero escampó antes de retomar la ascensión.



Con la altura la selva tropical daba paso imperceptiblemente a la laurisilva, decendía la temperatura y entrábamos en el reino de la niebla. Pasamos por el Templo Chu y la Cima de Huayang. El número de templos, budas y estatuas de dioses protectores, así como la cantidad de incienso consumido por inhalación tendía ya a infinito y la cuenta engrosaba cada vez más.

A las cinco de la tarde, envueltos por una fría y espesa niebla, llegamos al Monasterio de la Charca del Elefante. La bienvenida nos la dio un macho de macaco que se nos enfrentó en las escaleras de entrada. Le arrebaté el bastón a una joven peregrina para intentar amedrentarle pero el bicho enseñó unos colmillos enormes y salimos todos en desbandada.



Una vez a salvo en el monasterio pillamos una cuádruple a la que se entraba desde una galería cubierta, con suelo de madera, que daba a un abismo de vegetación. La tormenta que cayó nada más llegar fue bestial. Nos libramos por poco. Antes de cenar nos duchamos. Las duchas estaban un poco lejos y la distribución de las instalaciones era bastante caótica, existiendo además la posibilidad (nada remota) de encontrarte más macacos tibetanos de camino a los baños. La cena fue antes del atardecer, hacia las seis. Nos costó 10 yuanes y consistió en mucho arroz, judías, berenjena y poco más. La austeridad monacal se hizo más patente que nunca.

Situado a 2070m de altura, desde la terraza frente a su entrada principal, el Monasterio de la Charca del Elefante ofrecía unas vistas espectaculares: las montañas recortadas en diferentes grises gracias a la luz del atardecer como en las pinturas con tinta china.



Después de cenar pudimos experimentar (otra vez) la crudeza de las letrinas chinas, con todo el mundo allí agachado, en cuclillas, charlando sin apenas separación.

Esa noche nos fuimos pronto a dormir.

14 de agosto:

Salimos a las seis del monasterio. Después de ascender un poco pudimos ver el alba rodeando el monte sobre el que estaba situado, y cómo iban apareciendo los demás picos de Emei Shan envueltos en la niebla. La ascensión hasta el siguiente punto de desanso fue muy dura. Superamos 600m de desnivel, en tramos de escaleras muy largos. La mañana era fría, y el sol se filtraba por un bosque de laurisilva más silencioso que la selva tropical de allá abajo. Ya no nos acompañaban en el camino los bichos palo con su letanía del disimulo. El último tramo del camino hasta la Sala de Jieyin fue llano, y tenía pequeños miradores abiertos a un valle donde se veían entrar los rayos de sol entre las montañas y la niebla.




Llegando ya a Jieyin contemplamos algo insólito. Como a aquella parte, cercana ya la Cima Dorada (Jinding Si) llegaba la carretera, hasta allí se transportaban en camión enormes bloques de piedar de unos 130kg cada uno que se repartían entre los porteadores encargados de transportarlos a lo largo del camino hasta el punto en el que algún escalón necesitara ser repuesto. Durante la ascensión a Emei Shan es frecuente cruzarse con porteadores de piedras, víveres (para abastecer tiendas y monasterios) e incluso de sillas para las personas que lo precisen y paguen. Uno no puede, en estas ocasiones, evitar pensar que la esclavitud se ha transformado y adaptado, pero no desaparecido, en estos días presentes. En aquel momento eran las ocho de la mañana.

Llegamos a Jieyin y fuimos a un hotel para dejar las mochilas en la recepción y poder subir el último tramo ligeros de peso. Llegamos arriba hacia las diez. Unas escaleras jalonadas con elefantes blancos conducían a la enorme estatua dorada y a los templos.




Estábamos a 3077 metros de altura, sobre las nubes. Habíamos subido 2522 metros en una ascensión con más de veinte mil escalones en quince horas de caminata. Los bastones de bambú estaban destrozados y nuestras piernas también. Habíamos coronado el monte budista más importante de China y el esfuerzo había merecido la pena.